Mi perro me despertó lamiéndome la cara. Amaba a ese Golden Retriever, pero con una mano en el corazón, era el perro más insoportable que conocí. Una vez caminando Corrientes pasamos por enfrente de la vidriera de una tienda de mascotas y no pudimos resistir esos ojos azules que nos miraban con toda la intención de dormir en mi cama pegado a mi cara.
Le levante con mi cara de zombi de todas las mañanas. Un haz de luz que se colaba por la persiana me dio directamente en el ojo cegándome por un momento. April siempre me decía que parecía un vampiro con mi obsesión de dormir completamente a oscuras y con la almohada encima de mi cabeza. Fui al baño, me lavé la cara, y considere peinarme pero siempre fue una batalla perdida contra el peine. En patas, en bóxer con el primer buso que encontré, me tome mi café negro con tostadas con dulce de leche y dulce de arándanos en el balcón; contemplando la vida de la ciudad. Hachi, mi perro, cuyo nombre estaba inspirado en una película de Richard Gere, no pudo contenerse y se echo entre mis pies por debajo de la silla. Mis dedos debían estar muy apetitosos porque me lamio y las cosquillas casi me hacen tirar el café.
Después de bañarme y cambiarme encontré la nota de mama en la mesa del comedor diciendo que había salido a hacer compras, que si me dejaba plata por si me quería tomar un taxi al hotel donde estaba mi papa para almorzar con él. Sin pensarlo dos veces, busque mis Ray-Ban de Once el i-pod y bajé a la calle.
Después de ocho taxis ocupados un par de viejos amargados que no quisieron para, pude conseguir uno. –Al Hilton de Olga Cossettini- le indique al taxista, a lo que respondió con el “bip” que indicaba la activación del reloj. Si bien el camino era corto, el tráfico de la ciudad nos retrasaba. La forma en que los autos zigzaguean en las calles de la ciudad da la impresión de una carrera masiva en todas direcciones.
El silencio hizo inevitable el mirar por la ventana y zambullirme en el mar de pensamientos que ofrecía mi mente. Siempre que iba a visitar a Phillippe, mi padre, me ponía a meditar sobre la relación de mis padres, y de la constante competencia que rigió en ellos desde la separación por tener control sobre mí. Siempre me sentí parte de su estúpido juego por ver quién tenía el ego más grande, quien dominaba al otro, una constante competencia por sentirse más poderosos, usándome como dado y tablero. Años y años de “decile a tu padre que... porque a mí no me escucha”, “decile a tu mama que… porque no pienso escuchar sus gritos”, “pedile que te de plata para…”, “yo te pague tal y tal cosa y él/ella no”; y muchas otras mas que no tiene sentido enumerarlas. Una constante cinchada donde me sentía la cuerda. Ambos tironeando para provocar al otro. Siempre me mantuve al margen. Obviamente tuve que mostrar empatía por ambos toda la vida, por lo que al fin y al cabo nunca supe que hacer, que decir o que creer.
Años de ser el mensajero de ambos, todo porque no sabían dialogar como lo que eran, adultos. Por eso mi cumpleaños decimoctavo era más que la mayoría de edad, era poder escaparle a años de presiones y de tener que callar todo lo que pensaba. Era una liberación, no más problemas de plata o autorizaciones para salir del país. Era el poder estar tranquilo, sin preocupaciones, sin nadie que me rompiera la pelotas cuando encontraba un poco de tranquilidad en la rutina de mierda que llevaba. Era poder hace e irme a donde quisiera sin que nadie me pudiera cuestionar.