A mis quince años decidí irme de mi casa. No aguantaba mas a ninguno de mis padres, pero la repentina muerte de mi abuela dio vuelta mi mundo. La principal razón de no poder tolerar vivir en mi casa eran mis padres. Gracias al cielo y todos sus amigos, se habían separad hacia ya once años; asique no los tenía que tolerar juntos. Ambos tenían un carácter literalmente de mierda. Aun hoy no entiendo como alguna vez lograron estar enamorados y pudieron concebirme.
Cuestión, murió mi abuela y mi padre decidió volverse a su tan amada Inglaterra donde vivió su tan preciada niñez de la que aun hoy no para de jactarse. Eso resolvía el cincuenta porciento de mis problemas, quedando solo mi madre con quien lidiar, la cual trabajaba hasta altas horas de la noche en muchas ocasiones. El departamento de Cloe, mi madre, en Palermo se convirtió en mi único hogar. Se habían acabado las tardes de pileta en el country de Pilar con mis amigos, y las fiestas en el quicho cuando papa se iba de viaje. Mi habitación de diez metros cuadrados paso a ser mi refugio de la rutina insoportable de tener que ir al maldito colegio doble turno y las eternas clases de francés de la noche. Por otro lado las clases de teatro junto con las de yoga me ayudaban a librarme del estrés y la bronca que acumulaba durante el domingo “en familia” que consistía en mi madre, Cesar (el inbancable de su esposo), mi tía y su novio de turno.
Cesar. Si estuviera en el diccionario la definición seria básicamente, individuo extremadamente egocéntrico, cerrado de mentalidad, malhumorado y carente de humor. A lo que le agregaría una panza de vino y cerveza, aliento a Riachuelo de las porquerías que come y una calvicie de setenta años. Siempre dude que fue lo que mi madre vio en el. Probablemente el día que llegue temprano del colegio porque me había escapado de la hora de educación física y los agarré con las manos en la masa, aclaro todas mis dudas.
En fin, las vacaciones de verano en las playas brasileras y el invierno en la campiña italiana eran un retiro relativamente espiritual, que me ayudo a postergar mi huída hasta la mayoría de edad. Fue mi meta durante los tres años que habían pasado hasta entonces. Las millas de las visitas a mi padre casi cubrían el pasaje a Francia, mi primer destino. Las colectas navideñas en cada casa de mis tíos y en la de mis abuelos, mas los extras de mi cumpleaños sumaban una cantidad considerable de dinero. Solo me faltaba una cosa, la mayoría de edad; la cual estaba cada día más cerca.